miércoles, 21 de febrero de 2018

Chico limón

2 comentarios

 Un día de verano, con el Sol crepitando y nada más y nada menos que una gorra color beige que me protegiese de la amnesia que podría producirme tal temperatura, salí a perderme. Por si, quizá, conseguía encontrarme.

 Empujado por mi propia sombra, que temblaba de calor, entré en un parque lleno de árboles. Había tantos árboles, que me sentía espiado por el mismísimo Tarzán. Fue entonces cuando divisé, apartado, un árbol todavía mediano, de unos tres metros, silbándome. Siguiendo su canto intermitente, llegué. Me senté bajo la sombra que proyectaba, para que la mía pudiese tomar el relevo e ir a tomarse un café (con hielo).

 El parque parecía pequeñísimo desde aquel lugar, como si la gran cantidad de árboles que me obligó a sentir claustrofobia, se hubiese disipado. Como si los árboles hubiesen agarrado sus raíces y se hubiesen alejado de nosotros.

 Como era un día de verano, no sólo el calor olía a desierto, sino que propiamente lo parecía. Ni un alma que no fuese la mía.

 Bajo aquel búnquer a modo de capa que conseguía tapar todo mi cuerpo y protegerme de parecer un joven turista británico, decidí cerrar los ojos. Y abrirlos. Y volverlos a cerrar. Y abrirlos. Y cerrarlos, hasta que mi fuerza para abrirlos se hubo reducido por completo.

 Poco tiempo duré en el mundo onírico cuando hice la interferencia hacia el mundo real y sensible por culpa de un ruido. Me levanté del suelo con la rapidez de un ciervo al oír el primer disparo.

 Cuando me aclaré los ojos y la mente, observé la situación.

 Había una chica muy pequeña. Pequeñísima. Como si la hubiese amoldado un zapatero. Ella me miraba desde el suelo. Le quise preguntar qué hacía ahí, pero las palabras parecían atascadas en mi tráquea, y podía sentirlas quejándose por el tráfico. Entonces, ella pronunció:

 ¿Llegas a ese limón?

 "¿Qué limón?" fue lo que mostró mi cara pero mis palabras no supieron componer. Aun así, lo comprendió, y señaló hacia la copa del árbol.

 No muy arriba había un sólo limón, que parecía retarnos.

 Estábamos bajo un limonero.

 Me quité la gorra beige, que parecía blanca al sol, y me acerqué al tronco del árbol.

 Ella, desde pocos centímetros del suelo (o eso me parecía a mí), miraba con los ojos bien abiertos cómo intentaba mover el tronco del árbol. No hubo manera, el limón seguía sujeto, y parecía sacarnos la lengua a este punto.

 ¿No puedes subir?

 El árbol no era muy alto, es cierto, pero parecía complicado trepar un tronco desnudo. Negué con la cabeza.

 Ella se puso el dedo índice en la barbilla, mirando hacia otro lado. Hasta que, al cabo de medio minuto, se acercó a mí. Me giró, poniéndome de espaldas hacia ella, y con toda la fuerza que parecía no tener, saltó encima mía. Intentando no perder el equilibrio, agarré sus piernas. Ella, una desconocida, estaba a caballito sobre mí. Pesaba tan poco que podía ser una nube.

 Miré hacia arriba, observando cuál sería su jugada ahora. Alargaba su corto brazo hacia la rama en la que estaba el limón, pero no llegaba. Intenté hacer lo mismo, así que alargué el brazo por debajo del suyo, sujetándola con fuerza con el otro, para evitar un desastre catatónico. Ella miró hacia abajo cuando vio que lo estaba intentando.

 A pesar del esfuerzo, no conseguimos llegar, así que desistimos. Nos sentamos a la sombra del limonero a descansar después de este pequeño combate perdido; aunque no la guerra.

 La miré, mientras ella miraba hacia una hoja con la que jugueteaba con sus manos. Tenía pequeñas pecas en las mejillas y en la nariz. Su pelo azul marino le tapaba las orejas, pero me gustaba imaginar que era la parte de su cuerpo más pequeña.

 Al cabo de unos minutos en silencio, se levantó, se quitó el polvo de los pantalones y se giró hacia mí. Levanté la mirada, e hicimos contacto visual.

 Te llamaré chico limón, ¿vale, chico limón?

 Después de eso, se fue. La vi alejarse entre el ambiente selvático, como si los árboles del parque hubiesen vuelto a unirse a nosotros.

 Al día siguiente, otro día de verano en el que la gorra beige no sólo ocultaba mi pelo rubio, sino también mi sudor, fui hacia el mismo parque. Esta vez decidí traer un palo largo, uno de esos que usaba mi madre para que las flores y árboles del patio no se torciesen. Cuando llegué allí, ella no estaba, pero intenté conseguir el limón, para dárselo si volvía.

 Salté, intenté escalar, me caí, grité, susurré, canté, hice todo lo que se podía hacer a un árbol, y el limón seguía sin caer.

 Se hizo de noche, así que volví a casa.

 Cada día de verano volví al mismo parque y al mismo limonero para intentar bajar el limón. Cada día llevaba una nueva herramienta, un nuevo ejército protagonizado por mí y yo mismo para hacer bajar a ese limón. Un día con un zapato viejo, otro día con una cuerda, otro día con una caña de pescar, otro día con una flauta, otro día con un libro de poesía. Y aun así, no bajaba. Y aun así, ella no apareció.

 No quería darme por rendido, pero lo hice. Compré una bolsa de cinco kilos de limones, y poniendo todo mi cuerpo y casi alma para llevarla, la coloqué debajo del limonero. Tras el cansancio de llevar algo tan pesado y con la sombra del árbol que parecía casi abanicarme, decidí cerrar los ojos. Y abrirlos. Y volverlos a cerrar. Y abrirlos. Y cerrarlos, hasta que mi fuerza para abrirlos se hubo reducido por completo.

 Antes de incluso llegar a viajar por el mundo onírico, sentí un toque casi divino en mi hombro. Abrí los ojos. Era ella. En cuanto nuestros ojos se encontraron, no pude evitar sonreír. Ella no me abandonó en ello.

 Chico limón, eres muy dulce.

 Y entonces, como si de un ábrete sésamo se tratara, el limón del limonero; el limón imposible; el limón del verano, cayó entre ella y yo.

 No era muy tarde, pero al ser el último día del verano ya empezaba a anochecer antes.

 Ella cogió el limón del limonero, dispuesta a irse. Los demás limones quedaron allí, a los pies del árbol ahora sin fruto.

 Me voy, pero en algún momento volveré. Espérame.

 Intentando que esta vez las palabras consiguieran ordenarse para desfilar una por una, abrí la boca:

 Te esperaré todo lo que haga falta. Soy tu chico limón.

 Me tumbé en mi cama, y repetí esa conversación de manera infinita en mi cabeza, dándole tantas vueltas que pude sentir el movimiento de rotación de la Tierra.

 Sin querer, cerré los ojos, y viajé por el mundo onírico, donde me encontraba con ella.
  Una y otra vez.
   Una y otra vez.
    Una y otra vez.
   Así, cada verano de mi vida.





2 comentarios :

  1. Si que tienes talento para escribir joío, ya me gustaría a mi ser la mitad de bueno.

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    1. Muchas gracias <3
      (sigue escribiendo, el mundo te necesita)

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