viernes, 27 de noviembre de 2015

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 En la barca del barquero de la muerte,
no navegas.
 En la barca del barquero de la vida,
no navegas.
 En la barca del barquero de la pena,
no navegas.
 En la barca del barquero que suspira,
no navegas.
 En la barca del barquero herido e hiriente,
no navegas.
 En la barca del barquero que no navega,
navegas.

 Quizá deba dejar de ser barquero.


domingo, 22 de noviembre de 2015

Solo dioses juegan a ser Dios

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 ¿Qué hay, telespectadores de esta teletienda? Aquí os vendo otra entrada. Al comprarla os lleváis otra por el precio de tener que esperar otras dos semanas.
 Qué mala mercante soy.

 En fin, el tema que quería abrir:
 Me quedé pensando en uno de estos momentos que sabes que no debes desconcentrarte pero lo haces y apuntas lo que te ha dado tiempo de pensar en un rincón de tu mente para despotricarlo y sacarle los interiores en otro escenario. ¿Que qué pensé? Lo que muchos habéis estado pensando en estas últimas semanas: muerte.

 Sí, queridos, estuve pensando en la muerte. Pensé en el atentado de Francia, a la vez que pensé en Siria, a la vez que pensé en la grandiosa cantidad de personas que cada día pierden su vida. Pensadlo por un segundo. Pueden ser incluso más que las que nacen. Quizá esto no os impacte, pero... ¿y si os digo que, la mayoría de las muertes producidas en un día, las produce otra persona? Es decir, la minoría muere por causas naturales o por enfermedad, pero... ¿y esa mayoría?

 Entonces es cuando pensamos en lo fácil que es morir. A manos de otra persona, claro está.
 Pensé y lo resolví fácilmente -con palabras; que se lleve a los hechos es muy complicado-.
 Mi respuesta a estos pensamientos fue:
 ¿Tan egoístas, egocéntricos, despreocupados, alocados, fríos, tétricos... tan todo somos los humanos como para matar a una persona?
 Y me auto-respondí: sí, lo somos.

 ¿Pero qué clase de especie somos como para pensar en esto y respondernos sin ningún tipo de resentimiento? ¿Es que somos animales? No, ni animales; ¿es que somos una especie inferior a todas las demás en lo que a sentimientos refiere?

 Encima, los creyentes.
 Todos somos muy creyentes. Creemos en un Dios, o un ser que pueda controlarnos, que nos haya dado la vida, que nos ayuda a aprobar los exámenes, o creemos en algo por creer. Lo hacemos. Todos nos planteamos el creer en una fuerza de la que ni siquiera estamos seguros de que exista alguna vez en nuestras vidas.
 ¿Y es que tenemos más autoridad que incluso nuestras creencias como para manejar una vida ajena? ¿Tenemos de eso? Porque yo, juro y juraré que no.

 Todas las vidas valen absolutamente lo mismo que las demás. La del pobre, la del rico, la del dependiente del Mercadona, la del oficinista, la del futbolista, la del actor, la del bombero, la del policía. Todas tienen un mismo valor.
 ¿Cuál es ese valor? Infinito. Nuestro valor es infinito.

 Y ya, si ya no es ni siquiera el hecho de creer en algo, sino que retamos a un infinito. Matemático al cuadrado.
 ¿Puedes tú acabar con las ilusiones, ambiciones, sueños, memorias, ideas... todo aquello tan infinito de una persona? ¿Realmente tenemos ese poder?

 Sinceramente, ningún hecho nos da el deber ni el poder de llevarnos la vida de nadie. Ni tampoco el usar a esa persona, ni insultarla, ni maltratarla. No tiene sentido.

 Dejemos de hacernos daño y vivamos en sociedad, que para algo somos la especie social por excelencia.
 También la especie inteligente.

 Mostremos a todo el mundo que somos lo que nuestra descripción dicta: humanos.



 Y sí, esto es más bien una carta de desahogo que cualquier lección de vida. Vivamos y dejemos vivir.
 Siento que esta entrada no sea muy extensa, pero creo que el concepto que quería recalcar y que recordaseis por si acaso, es que cada uno tiene que vivir su vida, y nada, ni nadie, tiene derecho a influir negativamente en nuestro entorno -conscientemente, claro-.

 Y con esto y un bizcocho de justicia e igualdad, nos veremos próximamente.
 -Marilen (y la tilde invisible en la e).

Marilenendless@gmail.com

domingo, 8 de noviembre de 2015

El día de la media luna

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 Esta mañana me desperté, y al sentarme en la cama me di cuenta de que por la noche se me había caído un poco de tierra por las orejas. Estuve pensando el porqué de este extraño suceso, y dije: "Tierra, tierra... ¿dónde hay mucha tierra? Ah, eureka, en los desiertos hay tierra. ¿Qué desierto será este... ¡Anda, claro, el blog, ese es el verdadero desierto!"
 Y aquí estoy, de manera de oasis de vuelta. (Luego volverá a ser un desierto, no os preocupéis. Este hábitat seguirá intocable para que sigáis correteando por aquí con las plantas rodadoras).

 Hoy se me ocurrió hacer una cosa que suelo hacer, pero aquí, en público, para vosotros, y es escuchar una canción o lo que sea, e inspirarme y soltaros lo que llevo dentro. Es divertido saber qué le sobresalta a una persona con una canción, ¿no? Pues para más inri, decidí buscar las canciones más tristes del universo, y traeros, quizá, lo más triste que quiera salir de mi cabeza.
 Así que, sin más demora y sin más deazu -gran juego de palabras, que se oiga bien-, aquí lo tenéis. Adelante, música.


 Miércoles.
 Llevaba días esperando este miércoles.
 No sé por qué lo esperaba, si sabía perfectamente que este podía ser mi último momento de vida. O de lo que descubrí que era vivir.
 No pude dormir en toda la noche por el miércoles.
 Qué miércoles.
 Sabría la verdad. Y sabías que adoro la verdad, por eso querías contármela toda. Dármela de desayuno, almuerzo, merienda, cena, y ese vaso de leche antes de dormir, con un poco de verdad, también.
 Tú queriendo matarme con verdades.
 Y yo con estos pelos.

 La verdad es que miraba por la ventana. Toda la mañana la miré. Y no estaba cerca de ella, pero yo quería ver esas preciosas nubes. Hacía muy buen día ese miércoles, aunque en estas cuatro paredes llovía, y no creo haber escuchado que había tormenta dentro de mí por la televisión. 
 De todas formas miraba por la ventana. Las nubes se conocían. Bailaban entre ellas el vals del mediodía -todavía era mediodía-. Hacían carreras entre ellas, pero hoy no querían correr. Querían que las mirase atentamente, y que te recordase al mirarlas. Querían saber que una historia de amor se posaba entre sus formas, que yo creía que tenían tu forma, y ellas sabían que yo lo creía, por eso tenían forma de querer enamorarse.

 No escuché a nadie. No quería. Estaba tan dentro de mí, que no recordaba que en cuatro horas te volvería a ver. Pensé que sería la última vez que vería, que cantaría, que sonreiría, que divagaría, que imaginaría, que lloraría, que alucinaría, que olvidaría, que recordaría, que soñaría, que besaría, que abrazaría, que leería, que querría. Pensé que sería la última vez que volvería a querer, y lo pensaba de verdad, como lo que querías decirme. Por eso... por eso ocupé dos horas más en pensarte. Quería que fueses tú quien tuviese mi tiempo, y nadie más, sobre todo porque sabía que todo cambiaría en instantes.

 Me quedaba escasamente una vuelta y media del reloj.
 No comí. 
 Hacía ya cuatro días que había dejado de comer.
 ¿Para qué? Si tenía veneno lo que comiese, si era como en Romeo y Julieta, pero si tomaba el veneno, nadie moriría conmigo. 
 Todo era un desastre.

 Aun así, salí. Fui donde me esperaban. En plural, no tú, mi dulce y único singular.
 Canté un par de canciones de amor. Reí desesperadamente, porque no podía hacer otra cosa.
 Canciones de amor.
 ¿Y para quiénes estaban escritas?
 Da igual para quién. Recordaba que las canciones de amor eran las nuestras, y que si yo las cantaba en cualquier parte del universo, tú las estarías bailando. Menos los miércoles. Los miércoles eran nuestro día, y no bailabas; bailábamos.

 Poco más que minutos.
 Salí con el corazón en la mano, porque dentro de mí no se sentía bien junto a los demás órganos, que no lo comprendían.
 Por primera vez, llegué antes que tú a donde solíamos vernos cada milenios -o eso me parecía que había pasado para poder vernos-.

 Venías sin arreglarte, lo más natural posible. Será porque ya no te preocupaba qué pensara de ti, pero te equivocabas, te veía igual o incluso mejor que cada día que podía disfrutar de tu belleza.

 Me abrazaste. De una manera diferente, pero a la vez igual.
 Me seguiste abrazando como si lo próximo que fueses a hacer no fuese matarme, sino decirme que te ibas para volver más tarde.
 Yo te abracé como si lo próximo que fueses a hacer fuese matarme, pero diciéndote que tuvieses cuidado por el camino, que todo seguiría igual cuando volvieses.

 Nos movimos a donde tú querías llevarme. A nuestro lugar secreto. Secreto como todo lo que hacíamos, mi pequeño jardín secreto.
 Nos sentamos en aquel tan lugar especial. No hace falta ni que te recuerde todo, ¿verdad?
 Me miraste, no sonrientemente, pero tampoco tristemente. 
 Con esos ojos en forma de media luna que tanto adoraba, mirándome directamente a los ojos.
 Empezaste a hablar, y yo seguía mirando tus labios, como siempre.
 Dijiste lo que siempre callaste. Y me pareció que diciendo la verdad brillabas más que cuando ocultabas que estabas mal solo para no hacerme daño. Brillaste.

 Dijiste lo que querías. Me diste lo que nunca pensé que me darías. Lo guardé, y aun así te acompañé a donde tenías que ir después de decirme todo. Qué idiota soy a veces.
 Nos despedimos, tenía que irme. 

 Y dejé de pensar.
 No.
 No.
 No.
 Lo bloqueé todo.

 Camino a casa pensaba en lo radiante que estabas hoy, y en si la semana que viene nos volveríamos a ver. Como había hecho cada vez que nos veíamos.

 Llegué.
 Entré en mi fuerte, mi castillo, mi gran lugar de preparación de batalla, y seguía sonriendo por haberte visto. Y entonces me di cuenta.

 No ibas a volver.
 No ibas a volver a hablarme como siempre me habías hablado desde que nos conocimos.
 No ibas a volver a decirme que me amabas como cada noche antes de dormir, o siquiera ibas a dejarme por la noche con la conversación a medias porque te dormías sin querer.
 No ibas a volver a decirme que querías verme pronto, ni qué cosas del día te habían recordado a mí.
 No ibas a volver a decirme que no querías estudiar, que querías hablar conmigo.
 No ibas a volver a decirme que habías soñado conmigo.
 Y porque es decir, que hacer... no volverías a hacer NADA conmigo. Nunca más.

 Al menos, lo que habíamos hecho, deseado, dicho y pensado hasta la fecha.

 Iba a dormir. No me creía capaz de soportar un pensamiento más. Así que, miré a la luna.
 Estaba ahí. En forma de media luna. Mirándome directamente a los ojos. Todo... para decirme que se iba -también-.

 Así que... le dije que estaría toda la noche mirándola hasta que desapareciese, y que tuviese buen viaje.
 Fue la segunda vez que lo dijese en el mismo día.

 A la noche siguiente, ya se había ido. No sé si la luna o alguien más. Pero ya no estaba.
 Porque esta vez era jueves, mañana viernes, el próximo sábado, y después domingo, y así hasta llegar al martes. Después del martes, volvió a venir el jueves. Y a día de hoy, sigo esperando al miércoles. Ha pasado el tiempo. Aprendí a vivir sin un miércoles, pero no a no saber esperarle. 

 Así que me quedé a medias. Como sus ojos. Como la luna.

 Fue una tragedia,
y la mayor de mis penas,
que después de lunas llenas,
ésta... fuese media.

 El día de la media luna.



 Y pues se acabó. Una historia rápida para un largo tiempo sin escribir. Volveré pronto, esta vez es cierto, ya que tengo unos días más libres que estos últimos. Y no creo que esto haya sido lo mejor que he escrito en mi vida, pero me pareció una bonita idea plasmar pensamientos e ideas con música de piano triste y melancólica, así que os reto a que lo hagáis, o en blogs propios si escribís también, o en comentarios de manera más corta, o como deseéis, porque esto no se basa en escribir algo perfecto, sino en observar qué pensabas que ni tú sabías que hacías.
 Guay, ¿no? Pues ya tenéis un jueguecito para rato.
 Hasta la próxima, mis pequeñas medias lunas.
 -Marilen.

 (Y quería deciros que esto ha quedado un poco seco, pero que os echaba de menos. De verdad).

Marilenendless@gmail.com